Lampyridae

Las luciérnagas. Pequeñas lamparitas anónimas. Sueltan un destello y acudo de inmediato, llena de curiosidad, en silencio, maravillada por la diminuta danza luminosa. Las observo, las sigo. Algunas veces las capturo en frascos y a través del cristal analizo minuciosamente su anatomía, el pequeño milagro con que dan luz a la noche. Después las libero y me quedo contemplándolas otro rato. 

Lo mismo sucede con las palabras. Pequeños hálitos luminosos que alumbran la mente con su magia. Seductor milagro de luz. Palabra por palabra, el espíritu se ilumina y deja de reflejar para comenzar a crear. 

Realmente creía en ellas. En la palabra que desarma, que flagela, que acaricia. La que adormece y la que despierta. Que eran tan poderosas (y peligrosas) como el agua y el fuego. Magia pura. 

Pensaba, también, que tenía el antídoto para no agonizar ante un hechizo de esta magnitud. Contra veneno, veneno. Las palabras me curaban las quemaduras de otras palabras. 

Lo malo de confiarse, es olvidar que no se conocen todos los venenos. De repente una quemadura duele más que las anteriores y el antídoto no sirve, incluso hace más profunda la herida. En este caso, es inevitable que el pánico se apodere de uno. 

La repentina parálisis me deja indefensa. Sin certeza. De pronto, el consejo sabio, fundamental: "Cómo es posible que tengas esa herida; tranquilízate, mira con detenimiento: Las palabras están vacías". 

Vacías, como una luciérnaga muerta. Carentes de significado, sin chispa vital. Fósforo humedecido por ganas que engañan. Las miro como quien mira un espejo roto. Mil pedazos me devuelven la mirada asombrada. Y sonrío. 

Las palabras están vacías. Apagadas. En las noches cálidas, es posible ver a las luciérnagas iluminarse. Si algo las molesta, apagan la luz de inmediato. Ahora entiendo que puedo llenar y vaciar las palabras a voluntad.